Por Agustín Santarelli y Juan Agustín Maraggi.
Desalojos y topadoras contra comunidades originarías y campesinas, en el camino de la expansión de la frontera productiva. Los daños colaterales del modelo y las necesidades del mercado mundial.
Cuando Cristina Fernández de Kirchner asumió su segunda presidencia, en diciembre de 2011, sostuvo: «No soy la Presidenta de las corporaciones». Poco antes y poco después presentó orgullosamente acuerdos con Monsanto (la principal empresa de agronegocios del planeta), Barrick Gold (campeona mundial de las mineras), y Chevron (una de las principales compañías de petróleo del universo).
Más allá de la contradicción discursiva, no resulta tan extraña la presencia de estas y otras corporaciones, si se acuerda con que el centro de la política económica Argentina y latinoamericana tiene un marcado eje en la explotación y exportación de bienes comunes de la naturaleza. La producción primaria encuentra espacio en un mercado mundial que fomenta la agroexportación, el extractivismo minero y nuevas formas de explotación petrolera.
El gran capital transnacional se vuelca sobre los recursos, financiando, e incluso adquiriendo tierras y territorios tanto de nuestra región como de otros países del denominado tercer mundo.
Este requerimiento del orden económico y las nuevas tecnologías generan la expansión de la frontera productiva y la indefectible expulsión de campesinos y pueblos originarios de sus territorios.
Reconocido este panorama, se deberá considerar que cada una de las resistencias de los pueblos, los campesinos, los indígenas y las organizaciones se realizará (también indefectiblemente) no sólo ante un proyecto y modelo de país, sino también frente al poder internacional, llámese imperialismo. En paralelo, se impone buscar otro modo de trabajar y relacionarse con la tierra, proponer otro modo de organización y forma de vida, si es que se pretende salvar a la especie humana.
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